El 1 de septiembre de 2022 en Papa Francisco recibió en audiencia a los miembros de la Asociación Italiana de Profesores y Cultores de Liturgia y les dirigió unas palabras muy iluminadoras que inspiran este escrito.
La Liturgia, siguiendo lo dicho en Sacrosanctum Concilium 7, es obra de Cristo y de la Iglesia y se realiza por la acción del Espíritu Santo y la fe recibida en el bautismo. De ese modo, la fe y la obra del Espíritu nos llevan a celebrar la acción de gracias a Dios Padre, que Cristo preside como sumo y eterno sacerdote.
Ahora bien, el sentido de la fe -el sensus fidei- nos ayuda a discernir lo que viene de Dios y conduce a Él y, en lo que respecta a la liturgia, nos advierte acerca de aquello que ennoblece la celebración o, por el contrario, la agrede y maltrata, ya que ella es un organismo vivo por Aquel que vive resucitado, convoca a la comunidad de fieles y celebra la salvación. Por tanto, la liturgia no es una pieza de museo ni un monumento de mármol, sino un edificio espiritual, vivo, que se debe cuidar y cultivar.
Siguiendo el símil del cuerpo de san Pablo en su primera carta a los Corintios sabemos que, si uno de los miembros del cuerpo sufre, todos los demás miembros sufren con él, y si un miembro recibe honores, todos los demás miembros comparten su alegría (12,26). Por lo tanto, si la liturgia como organismo vivo sufre agresión y maltrato por parte de nosotros, todo el cuerpo de Cristo se reciente, se afecta; y si, por el contrario, se ennoblece y embellece, toda la comunidad creyente, con Cristo celebra y se alegra.
La liturgia celebra la vida
Pero no es una fiesta mundana, sino una fiesta espiritual, es decir, una fiesta animada por el Espíritu que comunica y realiza una obra espiritual en favor de los fieles y para alabanza divina. Por medio de la liturgia se alaba al Señor; ella es alegre, lleva al creyente a la trascendencia, le hace elevar sus ojos al cielo y contemplar que estamos habitados por Dios en el mundo. La liturgia acoge las aspiraciones más grandes de los fieles y el gozo espiritual que les hace anhelar los bienes celestes mientras se vive en la tierra.
Urge, entonces, lograr una visión elevada de la liturgia que nos lleve a unirnos al misterio divino que se revela en medio de nosotros.
Necesitamos una liturgia que nos haga mantener los pies en la tierra, mientras experimentamos la luz resplandeciente de la transfiguración y la voz de Dios que nos enseña, sin sacarnos del mundo, sino desde la montaña espiritual, para hacernos testigos predilectos de su presencia.
La liturgia, recordando las palabras del Papa Francisco en Desiderio Desideravi, nos debe llevar al asombro ante el misterio que se celebra, hasta hacernos estremecer por Aquel que se hace presente y nos dice “paz a ustedes…, toquen mis manos y mi costado”. De ese modo, los ojos, la mente, el corazón y todo nuestro ser proclamará con el apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”, para hacer de esta experiencia una profesión de fe, que lleva a disipar toda duda, toda dispersión, para decir con Simón el apóstol “Señor, qué viene que estemos aquí”.
La liturgia es actual
En este orden de ideas, la liturgia no es vivir de la añoranza, del pasado, y menos todavía, de quedarnos en el pasado. La liturgia es actual, es siempre un nuevo presente, como odre nuevo que recibe a Cristo el vino nuevo, como novio que se pone la corona o novia que se engalana con sus joyas (Is 61,10) para celebrar con mayor vitalidad la belleza y la grandeza del misterio de Dios que se hace don en medio de la asamblea litúrgica, que se deja contemplar, adorar, escuchar y comer.
El animador de la acción litúrgica es el Espíritu Santo, que no se fue con Cristo en su ascensión, sino que permanece entre nosotros, recordándonos lo que el Señor enseñó, ayudándonos a entender su mensaje en el presente y a proyectar el futuro, santificando y derramando la gracia generosa de Dios por medio de los sacramentos y dando testimonio de que Dios vive eternamente entre nosotros, que es vida y dicha desbordantes, que vive desde antes de la creación y después de ella, y que es vida para todos celebrada en la liturgia. Así pues, la liturgia debe reflejar con claridad la vida divina que -como la zarza- consume la vida humana sin aniquilarla sino uniéndola a la vida que no termina y que es más perfecta que esta vida: la vida eterna.
A partir de lo dicho podríamos pensar si la celebración litúrgica dominical, en la cual tomamos parte cada uno el primer día de la semana, refleja nobleza o pobreza, belleza o fealdad, piedad o indiferencia, participación o dispersión, alegría o tristeza, vida o muerte.